Desde diciembre tengo algo que nunca tuve: tiempo.
Al principio no supe muy bien qué hacer con él. Me apunté a la autoescuela, hice recados, cerré la casa.
Después empezaron los viajes. Tánger, Miami*, Logroño, las Alpujarras, cualquier sitio, por qué no. Pero tener tiempo no es lo mismo que estar de vacaciones. Las vacaciones no se rellenan solas: está la obligación de pasárselo bien, de fingir que se trata de un estado eterno, de olvidar que llevan en su nombre la vuelta.
Al final no quedó ya casi nada. Dormir y hacer lavadoras, ir al mercado y escribir.
Tener tiempo es revelador, pero más por lo que dejas de hacer que por lo que haces. Descubres que si no navegas como antes es porque no te gusta, que si pasas menos tiempo en internet es porque -aunque sea gratis- lo pagas con tu vida. Sabes la razón por la que no mandas un WhatsApp, por la que nunca actualizas tu blog.
Tener tiempo es terrorífico porque te deja sin excusas, mirando todo lo que -te prometes- no volverás a hacer cuando no tengas ni un segundo para nada.
(*No, aún no estoy en mi nuevo curro en Miami. Sí, iré pronto)