A los directivos lo único que les interesa es la política, entendida como cercanía al poder y como forma de influir en él. En España los medios no son un contrapoder, son un poder (aunque cada vez más débil), no aspiran a controlarlo, sino a cenar con él. Mantienen un doble discurso en el que por la vía de los hechos son establishment, pero por la de la narrativa defienden una épica trasnochada y machista llena de máquinas de escribir, humo de tabaco, señores en tirantes, watergates y blanco y negro. Ojalá algún día un nuevo medio nazca diciendo la verdad: “Vamos a seguir haciendo lo mismo de siempre, solo que en internet que es más barato, niña, instálame el Twitter”. A diferencia de lo que ocurre en otros lugares del mundo, el problema en España no son las presiones, las amenazas, la asfixia económica, sino que ni siquiera son necesarias. El acto de valentía cotidiano no consiste en enfrentarse al Estado, a la Iglesia, a las empresas, sino en decidir no publicar el bulo de que Adele ha perdido 68 kilos. Todo en un oficio que aspiraba a ser justo lo contrario.
Esta cosmovisión sobre el poder se traduce en redactores que consideran que los únicos contenidos “serios” son los relacionados con la política y la economía, ignorando que la vida es rica y múltiple. Reina la última hora política, cuando en la vida suele importar más esa pieza sobre tu salud y la de tu familia, sobre el medio ambiente en el que vives, sobre la ciencia que cambiará tu vida, sobre la tecnología que la hace más fácil, sobre los libros y las series que la ensanchan. El entretenimiento sólo es relevante si es deportivo. Lo recién sucedido es lo único digno de publicar. Una enorme parte de la realidad es menospreciada por el propio oficio. Matar de aburrimiento al lector, escribir para uno mismo y no para el otro.
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