Aquí, en Miami, todos estamos un poco obsesionados con los conductores de Uber. Está el que nos metió en dirección contraria, el distribuidor de Herbalife que tuvo un gimnasio, la que hacía declaraciones de impuestos, el que acababa de perder su empleo y se había puesto a conducir, el que organizaba un festival de cine cada año, el músico profesional recién llegado. A veces guardamos sus tarjetas, que se nos mezclan con los papeles absurdos que nos manda el banco (ha cambiado usted su contraseña, ¿está seguro de que usted es usted?).
Está también el Uber Pool que paró en mitad de la carrera para ver qué se había dejado en el maletero el cliente anterior que le estaba llamando tanto, y que en lugar de unos palos de golf se encontró una bolsa de marihuana. Nos llevan cubanos, venezolanos, colombianos. A partir del décimo Uber se habla menos, se les pide que bajen el aire, no se responde con tantas ganas al “ah, son ustedes españoles, verdad?”
Menudas historias las del Uber, nos decimos aquí, y prometemos apuntarlas.
Cuando llevas pedidos más de treinta y de cuarenta (acabas de llegar y no tienes coche, explicas, y eso es muy raro porque en esta ciudad se tienen dos piernas porque los coches tienen dos pedales) te das cuenta de que que solo vas a hablar con desconocidos si hay propina por medio. La normalidad es meterse en el asiento de atrás de alguien y darle dinero para que te lleve a un sitio. Los peatones parecen decorados aleatorios de un GTA (¿qué serie de desgracias les habrán llevado a tener que cruzar la autopista a pie?) siempre solos, descontextualizados, sincronizándose a veces con el reggaetón de la radio que tú escuchas y ellos no. Hace una eternidad, por lo menos un mes y medio, tú fuiste uno de ellos en otra ciudad en la que nada de esto ocurría.